martes, 16 de septiembre de 2014

SOAPY SMITH Y EL OTRO LADO DE LA FRONTERA


Podéis pensar, y con razón, que mi siglo XIX consiste en imaginar los diálogos entre la reina Victoria y Florence Nightingale; a trazar la ruta de los huérfanos de Dickens; a esperar que el señor Carroll me dedique un cuento; a emborracharme en compañía del sinvergüenza de Byron. 

Pero de vez en cuando, cuando llevo mucho tiempo asumiendo una sensatez de institutriz victoriana, pasa a saludarme gente como Soapy Smith, el mayor gángster que ha dado el Salvaje Oeste, el rey de los estafadores de la frontera. Me mira con los ojos lleno de pólvora, me trae recuerdos de Denver y me propone escapar a Alaska sin saber que lo matarán en el tiroteo de Juneu Wharf. 

No, Soapy Smith, no iré contigo. En Alaska hace frío y van a matarte. Mi frontera es otra. No busco oro pero quiero ver como Jefferson le compra Luisiana a Napoleón, quiero cruzar el país de este a oeste en el Pony Express 60 años después de aquella compra, tener siempre un pie en cada lado de la frontera: aquí los pioneros, los cowboys, los soldados, los bandidos, Calamity Jane. Allí los indios nativos, la incomprensión, Sarah Winemmuca, el Sendero de las Lágrimas de los Cheroquis, las sagradas Black Hills de los Sioux. 

¿Entiendes lo que es vivir siempre con un pie en cada lado de la frontera, Soapy Smith? 

Desear sólo dejar el caballo en la puerta del Saloon, pedir un zumo de tarántula, escuchar las historias de los buscafortunas, sentarse siempre mirando a la puerta de entrada. Lo sé, Soapy, que sólo podría entrar en el Saloon si fuera bailarina de can-can. Pero déjame un momento. Tengo un pie a cada lado de la frontera. 

Después volveré a casa, me bañaré para sacarme el olor a pólvora y caballo, le daré un beso en la frente al señor Carroll mientras un conejo blanco con sombrero y reloj nos observa al otro lado del espejo. 

Al otro lado de la frontera.